Alfonso Mareschal
Expertos

Que el ser humano viva preocupado por los riesgos que le asaltan es algo que –desde el punto de vista evolutivo, al menos– a nadie debería sorprenderle, pero ¿no nos preocuparemos demasiado? O peor aún: ¿no nos estaremos preocupando por cuestiones que no merecen la pena, en detrimento de las amenazas de verdad?

Cuenta el divulgador científico Sergio Parra (Barcelona, 1978) que el origen de su ensayo De qué (no) te vas a morir. Probabilidades e improbabilidades sobre el riesgo en la vida cotidiana (West Indies, 2022) fue la violencia. Sí, sí, como lo oyes, pero no por los motivos que piensas; sino al contrario. Surge de una intuición, de la sensación –luego corroborada– de que, por mucho que pensemos que la sociedad va a peor, especialmente en aquellos aspectos relativos a la seguridad y las libertades individuales, vivimos en el periodo más tranquilo de la historia. ¿No te lo crees? Pues basta decir que hace más de 13.000 años, en las sociedades agrícolas, el 15 % de las muertes se producían por culpa de la violencia humana; en el siglo XX, a pesar de la I y la II Guerra Mundial, el porcentaje bajó hasta el 5 %, y, hoy en día, se sitúa en el 1 %. "Es decir, que en el último medio siglo –aproximadamente– la tasa de homicidios se ha visto dividida por treinta, y en algunos países de Europa, como Andorra o Luxemburgo, no se produce ni un solo asesinato al año". A pesar de todo, la percepción no acompaña a los datos, y los seres humanos seguimos preocupados. ¿Por qué? ¿De dónde viene el desajuste? Y lo más importante: ¿pasará también en otros ámbitos, como el sanitario? Esas –y muchas otras– son las dudas que intenta despejar Parra, sabiendo –como él solo sabe– que inquietarnos por riesgos extraordinarios nos impide poner el foco en los riesgos cotidianos, así como percibirlos de un modo adecuado.

 

PREGUNTA: Una de las primeras reflexiones que lanzas en la introducción a De qué (no) te vas a morir es que “no conocer los verdaderos riesgos [de la vida] es similar a contemplar el mundo con la mirada borrosa. Con unas gafas que no han sido correctamente ajustadas a nuestro nivel de dioptrías”. ¿Ese desconocimiento es voluntario, o inducido?

 

RESPUESTA: Yo creo que no es voluntario, pero tampoco lo considero inducido –aunque lo sea de facto–. Es decir, no creo que el objetivo de los medios de comunicación, que son los que en mayor o menor medida modulan nuestra forma de entender la realidad, sea alarmar a la sociedad per se, sino darle lo que le interesa. El problema es que nos interesan cosas que a lo mejor son irrelevantes, pero que, por su poca frecuencia o su rareza, nos llaman mucho la atención. ¿Y por qué? ¿A qué obedece esa fascinación por lo raro, a pesar de su infrecuencia –que es lo que debería evitar que nos preocupásemos, precisamente–? Pues a la forma en que está diseñado nuestro cerebro. ¡Y a la evolución misma!

 

Me explico: ¿cuál es el motivo que nos lleva a preocuparnos más por que nos muerda un perro –algo poco probable– que por el cáncer, que es el causante de miles de muertes anuales? Que cuando empezó a moldearse nuestro cerebro, hace ya un montón de siglos, los peligros eran otros, y nuestra percepción del riesgo obedece más a ese momento que a los riesgos del presente. Concretamente, la amígdala –que es como nuestra centinela– es la encargada de evaluar esos riesgos que nos rodean, de mantenernos alerta frente a peligros potenciales, pero que se han quedado obsoletos. Porque, como digo, cuando se empezó a desarrollar el cerebro, que es cuando vivíamos en pequeñas comunidades nómadas, los sustos venían del sonido de una rama que se rompía, o del aullido de algún animal, no de nuestra exposición a determinadas sustancias o hábitos, que son a los que nos enfrentamos ahora. Porque el cerebro es muy bueno percibiendo riesgos instantáneos, pero no aquellos que van surgiendo progresivamente, a lo largo de los años y muy lentamente. Además, si los medios de comunicación siguen poniendo el foco en los primeros, en los sorprendentes –pero poco probables–, los espectadores se retroalimentarán constantemente.

 

P: Ignorar los riesgos –los verdaderos riesgos, quiero decir– implica, a su vez, el desencadenante de otros muchos tantos, como son:

 

  • No identificar los riesgos que porcentualmente causan más víctimas, y, por tanto, no prestarles la debida atención.

 

  • Sufrir más estrés por culpa de riesgos que no son tales.

 

  • Despilfarrar recursos finitos en riesgos menos importantes.

 

¿Qué supondría lo contrario? Es decir, ¿en qué nos beneficiaría dejar de preocuparnos por cuestiones aisladas y triviales, y empezar a hacerlo por las que sí tienen cabida? Y más importante: ¿cómo hacerlo, cómo graduar esas gafas?

 

R: En 2020 salió un estudio que decía que el 91 % de las preocupaciones humanas jamás se materializan. Nuestros recursos cognitivos son limitados, claro. Y si encima los despilfarramos en preocupaciones que nunca se van a producir, inevitablemente estaremos desatendiendo otros asuntos que sí que tienen una mayor probabilidad de ocurrencia. Quizá, la primera pregunta debería de haber sido: ¿qué es el riesgo? Para mí, y según la definición que doy en el libro, es una suma entre nuestra percepción particular –que está mediada por la amígdala, como ya dijimos– y el escándalo social que de él se deriva –que depende de los medios de comunicación–. Asimismo, hay que tener en cuenta que la percepción individual se acota bajo los términos que empleó el antropólogo Robin Dunbar al argumentar que, como especie, no estamos concebidos para pensar en grandes conjuntos –de personas, en este caso–, sino que nuestra capacidad de empatizar, entender, comprender y comunicarnos se va reduciendo según se amplía el espectro. Así nació el conocido como "número de Dunbar", que es 150 y hace alusión a la cantidad máxima de individuos con los que podemos llegar a relacionarnos estando cómodos –y siendo todavía empáticos–. A partir de ahí, sucede una cosa llamada "adormecimiento psíquico", que no es sino el hecho de empezar a sentir indiferencia emocional por las circunstancias ajenas. Y también por los riesgos, claro, que seguimos siendo incapaces de asimilar en cantidades elevadas. ¿Cómo (re)dirigir nuestra atención hacia los riesgos verdaderamente importantes, entonces? Primero, recibiendo la información de manera adecuada; y segundo, dedicándole el tiempo y los recursos cognitivos necesarios.

 

Si te fijas, en la obra comienzo diciendo que, según la Organización Mundial de la Salud, en el mundo hay 8.000 cosas que podrían matarte. ¿Tú te crees que podemos estar atentos a tantas? [risas]. Lo que tenemos que hacer es crear una especie de orden de relación, una lista prioridades que nos ayude a valorar, según su grado de importancia, en qué destinar nuestros esfuerzos, así como a reducir el número de víctimas.

 

P: A comienzos del siglo XX, en Del sentido trágico de la vida (1912), Miguel de Unamuno reflexionaba acerca de lo siguiente: "El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado". Exactamente, ¿cómo influye la emoción en la percepción del riesgo?

 

R: Mira, yo primero te diría, como titular, que la razón es una entelequia. Es decir, que eso de ser racional tiene muy buena prensa y demás, pero la razón sólo funciona si el problema que tienes delante no es urgente, si tienes el suficiente tiempo para pensar. Esa era un poco la tesis de Daniel Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio (Debate, 2012), con el que descubres que lo que nos vuelve interesantes como especie no es la razón, sino la capacidad que tenemos de bascular entre ella y la emoción.

 

Fíjate, si todo lo pasáramos por el tamiz de lo racional sufriríamos lo denominado como "parálisis por análisis" y no podríamos hacer nada. Porque siempre va a haber algo que se nos escape, algo nuevo que ponderar, y, claro, así nunca te sentirás lo suficientemente preparado como para seguir adelante. En estos casos, las emociones son muy necesarias, pues constituyen atajos cognitivos que nos ayudan a no quedarnos paralizados. En conclusión: no creo que la razón sea superior a la emoción, sino que una tiene su objetivo, su función; y la otra, las suyas propias.

 

 

P: Vamos a poner un ejemplo: a nivel mundial, el porcentaje de fallecimientos causados por accidentes aéreos es del 0,001 %, y, aun así, cuando nos subimos a un avión pensamos que nos va a tocar a nosotros. Sin embargo, si hablásemos de un tratamiento experimental contra el cáncer con la misma probabilidad de éxito –0,001 %–, serían muy pocos los que creyesen en su efectividad. ¿Por qué nuestro cerebro se agarra a un clavo ardiendo para justificar las desgracias y no hace el mismo esfuerzo con las buenas noticias, aunque sean igual de (im)probables?

 

R: De nuevo, todo está relacionado con la supervivencia de la especie. A este respecto, varias hipótesis sostienen que nuestros antepasados provienen de los homínidos más paranoicos y con más miedos infundados; y que esto, precisamente, fue lo que les permitió protegerse y favoreció su reproducción. Por el contrario, los homínidos más optimistas, es decir, aquellos que iban por la vida creyendo que jamás les pasaría nada y sin tomar precauciones, fueron los que desaparecieron del mapa. Así que, sí, somos hijos de unos paranoicos profundos [risas]. ¿Qué ocurría entonces? Que la paranoia no era necesariamente dañina, en especial si tenemos en cuenta que el mundo estaba plagado de riesgos incontrolables y peligros desconocidos. Aunque, claro, ahora es distinto: hemos podido controlar la inmensa mayoría de riesgos, ya no vivimos al arbitrio de la naturaleza –ni de sus inclemencias–, pero nuestras obsesiones no desaparecen. Es más, hemos heredado muchísimos temores de aquel entonces, como el miedo a la oscuridad o el miedo al siseo de una víbora, cuando, hoy por hoy, debería de preocuparnos mucho más un ataque al corazón o un accidente laboral. Y puede que socialmente hayamos cambiado muy rápido, pero con nosotros llevamos un equipaje biológico y genético que aún no se ha terminado de adaptar a esas nuevas realidades.

 

P: En la obra, le dedicas un epígrafe completo a las preocupaciones y miedos más arraigados en el sector de la Medicina, tales como los que ponen en duda la efectividad de los tratamientos –según sean estos naturales o artificiales–, de las vacunas, de los medicamentos, de los placebos, etcétera. Al acercarte a ellos, confiesas: “a pesar de que disponemos de la medicina más avanzada de la historia de la humanidad, así como la que tiene mayor capacidad para curar enfermedades, no son pocos los que desconfían de ella”. Siendo así, ¿con qué argumentos podríamos convencer a los desconfiados?

 

R: Me gustaría empezar diciendo que, por supuesto, la medicina no es perfecta. Todavía existen muchísimas lagunas de conocimiento, errores metodológicos e incluso negligencias; pero en ella podemos descansar ciertas responsabilidades que, a la mayoría de nosotros, al menos como individuos, se nos escapan. Porque estamos hablando del cuerpo humano y sus condiciones médicas, que pueden ser inabarcables –y que por eso requieren de profesionales concretos para cada especialidad sanitaria–. Entonces, o delegamos esta falta de conocimiento a expertos en el tema, o estamos perdidos.

 

P: Cuando somos incapaces de enfrentar un riesgo por nuestros propios medios, recurrimos a lo que en el sector asegurador suele llamarse “transferencia del riesgo”, que no es otra cosa que confiar en un tercero –en este caso, una Compañía– para garantizar, a cambio del pago de una prima, nuestra protección o indemnización –siempre que el riesgo se convierta en daño, y, por tanto, se haga efectivo–. Después de hablar del papel –muchas veces negativo– de la prensa, ¿qué atributos –mínimos– dirías tú que debe de tener ese tercero –sea una persona, una Compañía aseguradora o una Administración Pública–, precisamente, para poder quedarnos tranquilos?

 

R: Está claro que debemos externalizar nuestra cognición para poder resolver algunos problemas. Imagínate, por ejemplo, que tienes que calcular el grosor de los pilares maestros de un edificio. ¿Cuánto tiempo tardarías? Bastante, ¿verdad? Por suerte, la ciencia ya ha hecho los cálculos por nosotros. Con los riesgos sucede lo mismo: hemos creado una suerte de corpus, de sistema para la toma de decisiones, –al margen de nuestros sentimientos y de nuestra razón individual– que nos permite valorar por medio de datos objetivos qué cosas son las más arriesgadas, y cuáles son las que menos; para que los expertos, las instituciones, las administraciones públicas, etc., puedan actuar en consecuencia. Porque, como individuos, externalizar la cognición es lo que nos permite afrontar toda la información que nos rodea –al menos, en lo tocante a las (casi) 8.000 cosas que pueden matarnos [risas]–.

 

¿Qué mínimos debemos exigir, en este sentido? Pues que haya muchos, muchísimos cortafuegos. Es decir, que, cuando alguien tenga una opinión, ésta deba de ser refrendada –o no– por todo un grupo de profesionales, tras superar varias pruebas y valorar multiplicidad de alternativas. En cierto sentido, la diversidad de opiniones es muy importante; pero la diversidad de procesos, también. Pues hasta los mayores expertos pueden estar sesgados, como bien ha demostrado Philip E. Tetlock, quien sostiene que existen determinados perfiles que, dependiendo de su carácter, del contexto o de la atención mediática que cosechen, pueden acabar distorsionando el mensaje por culpa de una confianza excesiva en sí mismos, ya que la seguridad que tienen al hablar acerca de las cuestiones que dominan puede terminar contagiándoseles en aquellas otras sobre las que, quizá, no cuenten con la suficiente experiencia. Y como hasta los expertos son falibles –porque son humanos–, lo mejor es contar con la coordinación –o conexión– social necesaria como para despreocuparnos; es decir, contar con redes llenas de contrapesos, donde unos vigilen a otros continuamente y cada decisión debiera consensuarse. Para mí, el mejor ejemplo es el de los pilotos antes de alzar el vuelo: porque tú puedes tener 40 años de experiencia que al despegar vas a tener que realizar los chequeos de siempre, hablar con la torre de control y hacer las comprobaciones pertinentes.

 

Porque ya ha quedado patente que hasta los expertos se equivocan, por mucho que lleven toda la vida haciendo lo mismo. Por eso, externalizar nuestra cognición –y someterla a procesos de vigilancia y verificación–, es tan importante.

 

P: Oye, tras escribir el ensayo, ¿cómo es tu relación con los riesgos? ¿Ha cambiado?

 

R: Pues, mira: exactamente igual que antes [risas]. ¿Por qué? Pues, tal y como decíamos, porque somos seres humanos falibles, herederos de una serie de paranoicos que vivían en las cavernas. Y, claro, aunque intentes explicarme que las cucarachas fritas están buenísimas y son súper saludables, yo voy a seguir teniéndoles asco [risas]. Y es que los datos –o la razón– podrán ayudarme en un momento dado, como puede ser al entrar a un avión y sentarme; pero, créeme que, si empiezo a notar turbulencias graves, todas esas conclusiones van a terminar olvidándoseme. Siendo así, yo no pretendo, tampoco, cambiar las consciencias de nadie –al menos, individualmente–; sino llamarnos la atención como conjunto, y al respecto de cómo tenemos nuestras sociedades diseñadas. Porque no es justo responsabilizarse de tener más o menos miedo, y lo único a lo que podemos aspirar es a que las instituciones, los medios de comunicación y todo lo que nos rodea hagan lo necesario para mejorar nuestras condiciones de vida; y, sobre todo, que no utilicen esos miedos en favor suyo.

 

P: Por último, y como tu obra destaca por su optimismo, dinos: ¿por qué, tras este ratito hablando de riesgos –de los reales, claro–, deberíamos encarar el porvenir con alegría y no (volver a) caer en el nerviosismo y la histeria colectiva?

 

R: Básicamente, porque tenemos la grandísima suerte de habitar una parte del mundo en la que nunca ha sido tan seguro vivir, en todos los sentidos posibles. Y, a pesar de que haya muchos problemas sociales y siga habiendo muertes, lo más probable a nivel estadístico es que, tanto tú como yo –y también la gente que nos rodea–, lleguemos a viejos en bastantes buenas condiciones. Es cierto que vivir más implica otra serie de problemas, pero, bueno, sobreviviremos –y nunca mejor dicho–. 

 

En el fondo, todo podría resumirse en lo que afirmo al final del libro: la única forma de evitar la muerte es no viviendo. Porque la muerte es parte de la vida, y a todos nos acabará llegando, así que: ¿cómo vamos a permitirnos el lujo de no exprimirla al máximo?

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