Alfonso Mareschal
Entrevistas

¿Es bueno tomarse una caña de vez en cuando? ¿Es malo irse de copas todos los fines de semana? ¿Alguna vez te has sentado a reflexionar acerca de tus hábitos? Quizá, tras leer esta charla con F. David Rodríguez García (experto en neurobioquímica del alcoholismo), tus dudas al respecto se acaben disipando.

Últimamente, en los medios de comunicación se ha abierto un debate interesantísimo acerca de los riesgos derivados del consumo de alcohol, que, en países como el nuestro (España), tiene un fuerte arraigo, tanto desde el punto de vista social como cultural o publicitario; pero no somos los únicos, claro.

 

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), un tercio de la población global bebe alcohol de forma recurrente, sin preguntarse, siquiera, por las posibles consecuencias de sus actos. Pero para eso estamos nosotros aquí, y por eso hemos entrevistado al investigador y profesor universitario F. David Rodríguez García, experto en bioquímica y biología molecular de la Universidad de Salamanca, y autor –entre otros muchos artículos y ensayos– del libro Alcohol y Cerebro (Absalon Ediciones, 2012), donde hace gala de los conocimientos adquiridos durante varios años de investigación en la materia.

 

PREGUNTA: Empecemos por el principio: como individuos, ¿qué nos lleva a beber alcohol?

 

RESPUESTA: Lo que nos mueve a beber alcohol es su efecto placentero. Es decir, cuando los humanos tenemos contacto con el alcohol –y eso es algo en lo que ya tenemos experiencia, pues llevamos muchísimos años bebiendo–, sobre todo a dosis bajas, lo que nos produce es un efecto agradable en términos de sedación, cierta euforia, cierto, digamos, impulso social.

 

Si ingerimos dosis altas, sin embargo, las cosas cambian. Y esto tiene que ver con la química de nuestro cerebro, que tiene una estructura molecular tal que nos mueve a buscar aquellos estímulos que más placer le provocan, creando, así, un circuito denominado "circuito de recompensa". De este modo, si yo acudo a una bebida alcohólica y obtengo placer, lo lógico será que vuelva. El problema del alcohol es que se trata de una sustancia que, cuando se consume durante mucho tiempo y a dosis elevadas, el cerebro deja de controlar ese "circuito de recompensa", se descontrola y se provoca una "mala adaptación"; o, dicho de otra forma, se adapta a una sustancia tóxica, en realidad, y eso hace que en el cerebro cambien muchas cosas, especialmente los sistemas de neurotransmisión.

 

P: ¿Cuáles son los efectos de estas alteraciones?

 

R: Sucede que lo que en un principio nos movía a beber –el deseo de vivir una experiencia placentera– ahora se ve condicionado, de un modo gradual, por dos elementos: "cantidad" y "tiempo".

 

De este modo, el alcohol se convierte en una sustancia de la cual vamos necesitando cada vez más para obtener los mismos efectos; y que, a pesar de seguir produciendo placer, ya no es igual que al principio, debido al efecto de la tolerancia. Así es cómo el cerebro cae en su propia trampa, y así es como convierte en rehén a las personas, que siguen ingiriéndolo para recuperar ese estado de placer inicial; o, en el caso de las personas alcohólicas, para mantener su situación basal, es decir, para, al menos, tratar de controlar el malestar derivado de su ausencia, que es lo que se conoce como "abstinencia", que es un efecto propio –y característico– de cualquier adicción.

 

P: Para el cerebro, entonces, lo natural es buscar estímulos que le provoquen placer, ¿no? Siendo así, ¿beber alcohol sería un acto natural para el ser humano?

 

R: Bueno, "natural" sería un concepto un poco difícil de aplicar –o de definir, incluso– en este tipo de contextos; pero hace miles de años algún humano se encontró con el alcohol, lo probó –no sabemos si por accidente o a consecuencia de su propia voluntad, tras la fermentación de alguna fruta en una vasija o recipiente–, le produjo un efecto placentero y su cerebro –que es un órgano que aprende muy rápido– dijo: "Me gusta". Porque, además, el cerebro no es consciente del daño subsiguiente: ni a corto ni a medio o largo plazo; sólo es consciente de lo que le ocurre en el momento.

 

Sea como sea, a mí se me ocurren ciertas situaciones antinaturales derivadas del consumo de alcohol, precisamente; y que mucho tienen que ver con el fenómeno de la culturización de la conducta bebedora. Por ejemplo, considerar la resaca como una cicatriz de guerra; entenderla como que, al tenerla, te has portado como debías de portarte.

 

Porque una cosa es cómo reacciona nuestro cerebro y lo que hace, y otra cosa es lo que hacemos nosotros; y no es que sea algo natural o no, es, simplemente, lo que surge de haber probado y experimentado sus efectos. Lo curioso es que nuestro organismo tiene la capacidad de detoxificar a costa de producir sustancias como, por ejemplo, el acetaldehído y, finalmente, el alcohol. Entonces, claro, cuando uno piensa que nuestro organismo es capaz de metabolizarlo, o sea, de enfrentarse a él y eliminarlo, también podría llegar a pensar –o a decir, como se ha hecho– que se trata de una sustancia natural para el organismo; pero eso no es verdad.

 

P: Suele hablarse de los posibles beneficios que tiene tomar una copa de vino al día, o una cerveza de vez en cuando, pero ¿es recomendable beber alcohol –en dosis bajas, me refiero– en alguna circunstancia?

 

R: No. Nunca. Porque tomar una pequeña cantidad ya va a repercutir negativamente en tu organismo. De todos modos, lo más perjudicial del alcohol no es tomarlo de por sí –que habría que analizar cada caso–, sino caer en la adicción, en ese círculo vicioso del que antes hablábamos. Siendo así, el alcohol no es recomendable para nadie, en ninguna dosis, porque siempre encierra un daño potencial. Y si comparamos los efectos devastadores que tiene con los posibles efectos positivos, me reitero en que lo mejor es evitar esta clase de juicios.

 

P: ¿Como las drogas?

 

R: A ver, el alcohol es una sustancia conocida, legal y socialmente admitida, pero es una droga. Es más, es una droga dura, diría.

 

Cuando hablamos de drogas duras, ¿en qué pensamos? En heroína, en cocaína, etc., ¿no? Pues el alcohol debería de estar en ese grupo, porque el potencial que tiene para provocar adicción y daño es elevadísimo. O sea, a nadie se le ocurriría decir que el consumo esporádico o en dosis bajas de la cocaína es recomendable; pero, claro, detrás del consumo de alcohol hay un fenómeno cultural tan grande que pasamos por alto muchas verdades.

 

Esa es mi opinión, pero es que desde el punto de vista científico y médico también hay evidencias de su gran potencial tóxico. Y es que, si el alcohol mata de forma directa a más de 4 millones de personas al año en el mundo, algo malo tendrá, ¿no? Pero, claro, decimos que es bueno para la salud en determinados contextos y circunstancias porque necesitamos justificar nuestra conducta; y lo dicen algunos artículos –¡incluso algunos médicos! –, pero a mí me parece muy peligroso, porque no existen las evidencias científicas suficientes.

 

P: ¿Cuál es la solución, entonces? ¿Prohibir y perseguir su consumo, tal y como se hace con otras sustancias peligrosas?

 

R: A mí me parece lógico lo que propone la Organización Mundial de la Salud al respecto, que, consciente de que los humanos bebemos, y especialmente en algunas regiones del mundo, no te dice: "No bebas", sino "cuanto menos se beba, mejor".

 

Con el alcohol las prohibiciones no funcionan igual que con otras sustancias. Sólo hay que fijarse en cómo han acabado las cosas cuando se ha intentado implantar una Ley Seca... Si lo comparamos con las prohibiciones del tabaco, por ejemplo, hay que ser conscientes de que fumar tiene un efecto a terceros inmediato, ya que, con el humo, sueles molestar a quien tengas al lado. Pero al tomarte una copa no tienes por qué incomodar, y mucho menos perjudicar la salud de nadie.

 

Bajo mi punto de vista, lo más importante es ser consciente de lo que uno bebe, pensar si lo que bebemos es demasiado o no, y si es con ayuda de un médico, mejor. A mí no me gusta hablar de cantidades, porque son muy variables –y muy personales–, pero hay una serie de preguntas que sí que pueden ayudarte. Por ejemplo:

 

  • Si yo bebo X cantidad, ¿cómo me sienta?

 

  • Si bebo X cantidad a la semana, ¿es moderado o me estoy pasando?

 

  • ¿Me da miedo hablarlo con mi médico? ¿Por qué?

 

Y lo ideal es tener siempre el objetivo de ir a menos. Cuanto menos bebamos, mejor –como diría la OMS–; y si no bebemos nada de nada, fabuloso, es decir, no podemos ponerles a los abstemios una banderita de aislamiento o de crítica feroz: los abstemios también tienen todo el derecho a serlo.

 

 

 

 

P: ¿Y no sería lo mismo eso que dice la OMS de “cuanto menos se beba, mejor”,­ que decir “beba con moderación”?

 

R: Yo creo que este tipo de frases, que son muy vagas, además, suelen ser problemáticas. Porque ¿alguien me puede decir a mí qué es exactamente beber con moderación? Estoy seguro de que, si se lo preguntamos a 100 personas –o más–, todas y cada una tendrían una respuesta distinta. Y es que, además, es una trampa, un autoengaño: a nadie se le ocurriría decir que fuma con moderación, ¿no? Porque, obviamente, no se puede fumar con moderación, por mucho que alguien lo considere.

 

Luego está esa idea de “tranquilo, que yo controlo”. ¿Qué quiere decir? ¿Qué es lo que controlas? Y, sobre todo, ¿hasta dónde? Esas son las preguntas que yo creo que debemos hacernos, y no cuando bebemos, sino cuando estamos sobrios, hablando con los amigos, con tu pareja, con tu familia, y analizar el punto en que nos encontramos.

 

P: ¿Qué sucedería si, por ejemplo, en ese análisis predominara el sentimiento de culpa?

 

R: Es verdad que la gente, cuando hace este tipo de análisis personales, puede llegar a sentirse mal y autoculparse, pero yo no creo que ese sea el camino. El camino, bajo mi punto de vista, es ir a los hechos objetivos, y si uno de preocupa es porque, quizá, ya esté teniendo algún tipo de problema. Sea como sea, lo primero es hacer ese autoanálisis que comentábamos, y si hay algo que te inquiete tampoco es necesario exhibirse ni nada por el estilo, pero siempre puedes ir al médico, hablar con un sanitario y ponderar la situación.

 

Hay que utilizar el cerebro, el mismo cerebro al que le gusta el alcohol, que tiene otras capacidades; ¡pues usémoslas! Para pensar de forma racional sobre cómo es el alcohol, los efectos que tiene, qué nos hace, por qué es bueno, por qué es malo…

 

P: ¿Existe alguna diferencia entre no beber demasiado, pero a menudo; y beber esporádicamente, pero hasta caer redondo?

 

R: La ingesta de alcohol en un periodo corto de tiempo suele denominarse “intermitente” o “atracón”, y hace referencia a ese perfil que no suele beber a diario, pero que cuando sale de fiesta bebe mucho y en muy poco tiempo –dos o tres horas, a lo sumo– ya está con una borrachera importante. Al día siguiente no beberá, y al otro, tampoco; pero repetirá la próxima semana, y, así, lo único que hace es insultar a su cerebro. Porque el cerebro no puede con esta clase de sorpresas, de igual modo que le resulta mucho más sencillo adaptarse a la intensidad de una luz continuada que recibir la misma intensidad a ráfagas. En general, nuestro organismo no está preparado para soportar picos de ningún tipo.

 

El problema principal de ingerir mucho alcohol en poco tiempo es que al hígado –que es donde se metaboliza, principalmente– no le da tiempo de procesarlo todo. ¿Quiere decir esto, entonces, que es mejor beber de forma continuada? En absoluto, pero es bueno conocer los riesgos –específicos– que implica una conducta frente a la otra.

 

P: Esta es un poco la actitud que suele atribuírsele a la juventud, ¿no? ¿Podrían ser los jóvenes, precisamente, el grupo más vulnerable?

 

R: España es un país donde, de media, los jóvenes empiezan a beber o tienen su primera experiencia con el alcohol a los 13 años, pero tampoco es algo que con la edad se vaya reduciendo; porque es verdad que los botellones son un clarísimo ejemplo de “atracón”, pero hay otros ámbitos sociales con gente más adulta donde también se reproducen los mismos patrones de comportamiento, con más alcohol, incluso, que los botellones universitarios. Lo que pasa es que a los adultos nos gusta mucho ir en contra de los jóvenes, como si nadie lo hubiera sido, o no hubiera hecho esas –u otras– cosas. Lo increíble es que a la gente le escandaliza el botellón por muchísimos motivos –el ruido, la generación de residuos, las peleas, etc.–, pero casi nunca es por el consumo masivo de bebida.

 

Cuando yo hablo con adolescentes, además de repetirles la consigna de la OMS, lo que suelo decirles es que, si vas a beber, es porque tú mismo lo decides. Y se ríen de mí, claro; pero yo les insisto, porque con 14 o 15 años no se cuestionan el contexto social y económico –o publicitario– que los anima a beber, pero sí, quizás, con 21, y está bien que para entonces ya tengan razones y argumentos, que son los que yo les ofrezco. Esa es la semilla de la educación, que va creciendo, y creciendo, y en la que el consumo de alcohol –y sus riesgos– no puede quedarse fuera.

 

P: Me gustaría terminar con una idea –filosófica– que no se me ha ido de la cabeza en toda la conversación, que es la que plantea, sin ir más lejos, que uno siempre es libre de hacer lo que quiere, pero no de querer lo que quiere. A modo de conclusión: ¿dirías que eso es lo sucede con el alcohol?

 

R: El cerebro es un órgano que tiene muchísimas capacidades, algunas, incluso, inexploradas, pero ¡ojo! también tiene sus límites; y esto lo demuestra una sustancia como el alcohol, que es ciega, pero capaz de cambiar su estructura y engañarlo. Y es que, aun cuando somos conscientes de las consecuencias negativas del beber, si tu cerebro está atrapado –es decir, si tu sistema ya se ha alterado–, se da una situación que es muy difícil de revertir. Esa es la trampa en la que cualquiera puede caer, por eso a mí me gusta apelar a la precaución y al sentido común: no se trata de sacar el látigo, sino de ser conscientes; y cuánto más informados estemos, mejor. Porque el alcohol no es una broma. Al contrario: hay que tener mucho cuidado con él.

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